En agosto de 2020, cuando el verano apenas comenzaba a desvanecerse en Ohio, la vida de la familia Foster se detuvo.
Tom y Lisa, padres cristianos, llevaron de urgencia a su hijo Jaedon, de 13 años, al Hospital Infantil de Cincinnati por una hemorragia nasal que no cesaba. Nadie imaginaba que aquel síntoma sería el inicio de una larga guerra espiritual y médica.
El diagnóstico fue tan breve como devastador: leucemia mieloide aguda, un tipo de cáncer raro y agresivo.
“¿No es el mayor miedo de cualquier madre? —recordó Lisa—. Jaedon era mi hijo de la promesa, un regalo de Dios.”
Comenzó entonces una batalla que pondría a prueba no solo la ciencia, sino la fe de una familia que decidió no soltar la mano de Dios. Entre trasplantes, recaídas, pérdida de movilidad y noches en vela, los Foster convirtieron cada habitación del hospital en un altar de oración.
“Estaba listo para la guerra —contó Tom—. Dios me dijo: ‘No te enfoques en los síntomas del cáncer, sino en quién soy Yo.’”
A pesar de los pronósticos, cuando el cáncer reapareció en el cerebro de Jaedon y los médicos hablaron de pocas esperanzas, la familia eligió seguir creyendo. “Fue lo más cercano al infierno que he sentido —confesó Lisa—. Pero aun allí, Dios no nos abandonó.”
Dos años de dolor, lágrimas y clamor incesante después, el milagro ocurrió.
En abril de 2022, los médicos confirmaron que Jaedon estaba libre de cáncer. El muchacho, ahora recuperado, resume su experiencia con una madurez que sobrepasa su edad: “Dios es tan bueno por ayudarme a pasar por todo esto.”
Su historia recuerda que el Dios que escucha sigue obrando, incluso cuando el diagnóstico es terminal.